Mónica Sánchez Cuadros (Lima, 46) dice que hay una nueva generación de niños que, cuando la ve pasando por la calle, piensa que ella es en realidad Charito Gonzales, el personaje que protagoniza en la miniserie televisiva “Al fondo hay sitio” (AFHS) desde hace ocho años. “Es mi otra identidad, y ya la tengo asumida”, apunta. Sin embargo, hubo un tiempo en que Mónica y Charito no congeniaban. 

En 1970, el año de su nacimiento

“Yo soy una mujer rebelde, resolutiva, proveedora. Charito más bien es la sensatez, el cable a tierra, la que aguanta y no cuestiona nada. Cuando llevaba dos años en la serie, no entendía el personaje, no tenía de dónde cogerme, sufría un poco. Estaba aburrida de Charito, me estaba ahogando, por eso hablé con el guionista, Gigio Aranda, con la idea de aparecer menos, pero él escribió más que nunca, me hizo una historia y todo empezó a cuajar”, cuenta. Tras esa etapa, a Mónica le costó un año entender y querer a su personaje, y para eso un giro en la historia fue clave. “El que ella sea madre, la incondicionalidad absoluta que te da el amor materno, algo que nunca había trabajado en un personaje, me hizo entender que no la agarraban de chuli sino más bien que su felicidad pasaba por el hecho de dar de comer; que su forma de dar afecto era preparar un chifón. Yo, Mónica la rebelde, tuve que soltar mi lado resolutivo y fue un regalo hermoso, me puso disponible a la ternura, a la escucha, a la condescendencia”, dice. El proceso siguió y, después de terminar de redondear el personaje, empezó a honrar a miles de mujeres que viven en un entorno similar. “Se volvió un homenaje a las mujeres amas de casa, a aquellas que son invisibles para el resto”, comenta.  

Del teatro a la Perricholi

 

Interpretando a la Perricholi en 1992. Fue su primera incursión en la TV.

Sin embargo, mucho antes de iniciar su carrera en la televisión Mónica fue una actriz de teatro que tuvo la suerte de encontrar su vocación cuando tenía diez años. “Como jugando, un verano empecé a ir tres veces por semana a los talleres de teatro que dictaban en la escuela de Teatro de la Universidad Católica (TUC), que por ese entonces quedaba en Camaná. Como ahí mismo estaba la escuela para grandes, mis compañeros y yo nos metíamos en la cabina y espiábamos a todos los actores, me encantaba. Cuando pasé a cuarto de secundaria, después de haber ido a los talleres durante todos esos años, lo tenía clarísimo, quería ser actriz profesional”, cuenta. Sus padres trujillanos, Fernando –fallecido en el año 2000– y Alicia (89), siempre habían fomentado la cultura en casa. Regularmente se iban con todos sus 6 hijos a los ensayos de la Orquesta Sinfónica en el Teatro Municipal, al cine y a ver obras de teatro. “Recuerdo que cuando yo ya actuaba, toda mi familia iba a los estrenos de las obras. Lo que me gustaba de hacer teatro es que era un acercamiento a lo lúdico, disfrutaba cambiando de identidad todo el tiempo. Con los años entendí que en todo actor hay un niño dentro, que debe tener ese nivel de frescura que te da la infancia, la credulidad absoluta. Pero también empecé a encontrar mis dificultades como actriz”, confiesa. La timidez y su físico supusieron un reto para ella. “Cuando terminé el colegio y entré a la escuela de teatro para hacer una formación profesional, era físicamente un desastre. Tenía –y tengo– el pie cavo, entonces mis rodillas eran de mantequilla, me dolían mucho, no tenía equilibrio y me tropezaba a cada rato. Por otro lado, me decían que mi energía era muy tenue, que no proyectaba mucho. Fue un proceso romper el cascarón y empezar a discurrir de manera potente, plena. No nací lista”, dice. Y añade: “En la escuela encontré ética, disciplina, solidaridad, mística, pertenencia, valores afines a los que tenía en casa. Tuve el privilegio de entrar a los 17 años, cuando era una esponja que absorbía y no cuestionaba”, señala. Luego de estudiar en el TUC durante tres años, en pleno ensayo de la obra “El perro del hortelano” (1991), Eduardo Adrianzén fue a buscarla para ofrecerle trabajar en televisión por primera vez en su vida. Ella tenía veintidós años y la oferta era el protagónico en la novela “La Perricholi” (1992). “Yo no me voy a prostituir, pensé. Para mí la televisión era un oficio menor, no era el espacio que yo quería. Hace veinte años las cosas eran diferentes, los actores de teatro no salían en la televisión, y ahora hay muchos que sí. Todas las veces que fue a buscarme (Adrianzén) le dije que no, hasta que me convenció cuando me dijo que el virrey Amat sería Alfonso Santistevan, gran dramaturgo y, además, mi profesor. 

Acepté ir al casting en el Canal 9 y me eligieron. Creo que tuvo mucho que ver mi tipo mestizo para la elección”, señala. ¿Cambió tu percepción de la televisión después de este primer acercamiento?, le pregunto. “Le pedí disculpas por no habérmela tomado en serio. Es un trabajo muy esforzado y dedicado, y un entrenamiento fantástico”, expresa. Ella dejó de hacer teatro hace siete años, después de dedicarse a él casi interrumpidamente durante veintitrés –sólo descansó al tener a sus dos hijas, Mariel (1996) y Miranda (2006)–. Fueron las obras “La Chunga” (2009) y “La jaula de las locas” (2010), en las que participó paralelamente a su interpretación de Charito en AFHS, su despedida de las tablas. “Volver al teatro no es mi prioridad, y AFHS es como mi trabajo de oficina, por el horario que tengo”, dice. La lucha por la vocación Mónica es la última de cinco hermanos hombres. Vivió hasta los 30 en la casa de sus padres, frente al hospital de Neoplásicas. “Yo era un chibolo más, jugaba pelota, con trompos, me vestía con botines y camisas de mis hermanos”, cuenta. “Juguetona pero timidona”, como se recuerda en esa época, desde muy temprano la envolvió una tristeza que nunca supo de dónde venía. “No tenía asociación con ningún evento en particular, era una especie de sintonía con una emoción más colectiva, con el dolor de muchas mujeres que estaban esperando ser reivindicadas”, expresa. “Hace tres años me buscó el actor Jason Day y me contó sobre la campaña Un billón de pie que se celebra los 14 de febrero. La iniciativa de esta campaña nace de una estadística que plantea que una de tres mujeres va a ser golpeada o violada por lo menos una vez en su vida. Después de viajar y hacer campañas una vez al año durante tres años, en el 2015 decidimos convertirlo en un proyecto que se sostenga a lo largo de los 12 meses. Para ello empezamos a formar círculos de acción local con un activismo ciudadano que propone distinguir un problema en su localidad y tomar acción para solucionarlo de una forma organizada. Eso se lleva a cabo, por ahora, sólo en Sullana, y somos cinco personas a cargo que viajamos trimestralmente. El trabajo que queremos hacer es el camino más largo, que es cambiar la conciencia, construir vínculos de confianza. No podemos combatir la violencia de género si no construimos una nueva masculinidad”, dice. Pero parte de su vocación, también, son los niños. “Soy colaboradora de Unicef hace ocho años. Me encanta que ellos vinculen los derechos primarios de la infancia, no sólo el peso o la medida reglamentaria, sino también el derecho al juego, a la lactancia, a la identidad. Todo eso forma el cimiento del individuo. Ya encontré mi lugar en el mundo, esta es mi lucha. Ya pasé a un plano más real de compromiso y empatía con el ser humano”, dice.

Las tertulias y las marchas

 

El año 2000 lavando la bandera del Perú en la plaza de armas de Lima.

Las tertulias en la mesa del comedor de la familia de Mónica era pan de todos los días. Con cinco hermanos activistas de izquierda, aunque con matices diferentes, desde pequeña iba a mítines y marchas de corte político. “Íbamos en familia a un mitin como podíamos ir a la casa de mi abuela o al cine. Me di cuenta desde temprano que lo que ocurría en el país no era ajeno a mí”, dice. “Yo no quiero tener un cargo político, aunque me lo hayan ofrecido más de una vez. Siempre he pensado que el poder de la sociedad civil es enorme y ese es mi territorio favorito para exigir, proponer y vigilar a las autoridades. Desde ahí se puede pasar de la idea a la acción. A mis 46 nunca había visto a una ciudadanía que les grite a los políticos que se hagan cargo, desde la dignidad, como en la marcha antifujimorismo”, sostiene. “Desaparecieron las pancartas y aparecieron las banderas del Perú, eso sólo lo había visto por el fútbol, parecía gol peruano. Hay una emoción nueva y colectiva que ha aparecido, y hay que cuidarla y sostenerla”, dice entusiasta.

Fuente: Hidelbrandt en sus trece 

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Twitter: @ensustrece 

Comentario propio: Lo más interesante es su participación como activista apoyo en muchas marchas contra todo tipo de injusticia que se comete en este país, asi como la ultima de marcha de KeikoNoVa, y al final que paso no fue. Es lógico que igual que Verónika Mendoza reciba criticas de esos narcofujiterroristas, insultando, calumniando, difamandolo por algo que no ha hecho. Así son estas fujibestias sin cerebro.